martes, 12 de marzo de 2013

Reflexiones de un fotoperiodista


              Son las 16:07 de la tarde, y en menos de media hora debemos concluir la entrevista con Gervasio. Para finalizar, nos muestra su lado más reflexivo al tocar temas como la importancia del blanco y negro en las fotografías de guerra, la imposibilidad de comparar unos conflictos con otros, la polémica acerca del Nobel de la Paz otorgado a Barack Obama y a la Unión Europea y la controvertida instantánea de Kevin Carter, conocida como “La niña y el buitre”.

Gran parte de las fotografías de Gervasio están tomadas en blanco y negro, y esto es así por dos razones que nos explica el propio periodista: por un lado, cuando se trabajaba con diapositivas a color era imprescindible calcular la luz y los diafragmas con precisión, “y al final acababas prestándole más atención a esos aspectos técnicos que a la propia fotografía que estabas tomando”, añade Gervasio. Así pues, el blanco y negro le otorgaba mayor rapidez y facilidad para hacer las fotografías, algo esencial en el periodismo, y más si cabe en el periodismo de guerra. Por otro lado, la segunda razón por la que optó por este tipo de fotografías se antoja más como una filosofía de vida: “el blanco y negro te muestra la guerra de la actualidad como si fuera la guerra de siempre”, asegura el fotoperiodista, gesticulando con las manos. “Parece que el tiempo no ha transcurrido, que no hemos sido capaces de vencer esta incapacidad que tienen los seres humanos para vivir en paz, que repetimos  los mismos esquemas generación tras generación. Pareciera que la guerra nos gusta, pues no acabamos con ella. Yo he hecho fotografías en blanco y negro durante el cerco de Sarajevo, y cuando las ha visto gente que vivió el cerco de Madrid, dicen ‘Ostia, es que eso que pasa ahí pasaba en Madrid hace 50 o 60 años’”, explica Gervasio. 

Llegados a este punto, Gervasio quiere dejar clara una cuestión que para él parece muy importante: no pueden compararse los conflictos bélicos entre sí, porque si lo hiciésemos caeríamos en la injusticia de hacer entender que el sufrimiento de una población civil con el sufrimiento de otra. “El dolor de cada uno es suyo, y evidentemente no puede compararse”, matiza. 

Quizá para ejemplificar la crueldad de comparar las guerras, Gervasio nos plantea una especie de dilema moral: “¿Quién sufre más, una madre que tiene cinco hijos desaparecidos o una madre que tiene un hijo desaparecido? Podemos decir "pues la que tiene 5 hijos desaparecidos". Pero y si esa madre que tiene 5 hijos desaparecidos tiene a otros 5 hijos vivos, y la madre que tiene un hijo desaparecido solamente tiene a ese hijo desaparecido... ¿Quién sufre más?”. 

La pregunta se queda en el aire rodeada de un silencio incómodo y tenso, momento en el cual Gervasio recuerda la brutalidad de la guerra de Ruanda cuando la cubrió en el año 1994. “Ver gente morir delante de ti a todas horas, no es fácil que se vea en otro conflicto”, añade el fotoperiodista. 

Con la mirada perdida, divaga sobre otro recuerdo: la guerra de los Balcanes, centrándose sobre todo en la guerra de Bosnia. Contextualizando este conflicto, hay que recordar que la Yugoslavia del Mariscal Tito estaba formada por seis repúblicas diferentes: Croacia, Eslovenia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro y Macedonia, que a pesar de permanecer formalmente unidas, había profundas diferencias entre ellas. A la muerte del Mariscal Tito en 1980, la solución que había ideado de crear una presidencia rotatoria entre las repúblicas pareció funcionar, pero las diferencias entre las seis repúblicas y sus ansias de independencia acabaron confluyendo en movimientos independentistas. 

“La guerra de Bosnia se me hizo muy dura”, continua, mirando hacia su vaso vacío; el hielo derritiéndose. “Sobre todo porque la gente que se mataba en los Balcanes se parecía mucho a nosotros: tenían la misma cultura, hablaban otro idioma, sí, pero vestían como nosotros; escuchaban la misma música que nosotros”. Hace una pausa, y parece que en ese momento abandona la estación de Atocha y retrocede en el tiempo cuando prosigue su relato: “Recuerdo una vez que estando en Bosnia central llegué a una aldea cuya población se había marchado hacía dos o tres horas porque estaban llegando los paramilitares. Evidentemente, si entraban en el pueblo con la población civil ahí, se los iban a cargar a todos. El pueblo estaba desierto, y llegué a una casa con las puertas abiertas: así cuando las paramilitares llegaran no tendrían que arrasar con las puertas ni las ventanas, y cuando esa gente regresase a sus casas pasadas horas, semanas o meses, no habría demasiado destrozos”, explica Gervasio. “Recuerdo que vi un tocadiscos en esa casa, el disco giraba sin sonar. Me acerqué y me llevé un golpe muy duro porque me encontré el disco de los Rolling Stone que más me gusta. En aquella casa había un muchacho que escuchaba la misma música que yo”.

Durante unos segundos vuelve a envolvernos un silencio solemne. Gervasio vuelve a intervenir: “En definitiva, hay guerras que te transmiten más, unas por la violencia, otras por la cercanía, otras porque hablas el mismo idioma… Pero no hay que caer en la injusticia de compararlas unas con otras”. 

Queda poco tiempo para que Gervasio coja su tren rumbo a Zaragoza, y quizá por el impacto del relato que nos acaba de contar, cambiamos de tema. Nos adentramos, pues, en la polémica del Premio Nobel de La Paz: ¿se merecen Barack Obama o la Unión Europea este premio? 

        “Ni Obama, ni la Unión Europea”, asegura el fotoperiodista. “La Unión Europea no es que no se merezca el Premio Nobel de La Paz, es que al dárselo, la Fundación Nobel se está riendo de muchísimas personas que sufren sus políticas económicas y de la Unión Europea, por las armas que vende la Unión Europea (es la mayor exportadora de armas ligeras del mundo, y las armas ligeras son las que más matan en las guerras)”.

            Se ve el enfado en su cara. “Y Obama…” prosigue, encogiéndose de hombros. “Creo que el hecho de que ganase las elecciones en Estados Unidos fue un hito para la historia de este país, pero en mi opinión la Fundación Nobel tendría que haber esperado a que pasaran ocho años para darle el Premio Nobel de La Paz. Evidentemente, pasados ochos años habría sido imposible haberle dado ese premio, porque Obama no hace nada por la paz”. 

           Reflexiona durante unos instantes, y luego continua diciendo: “Si la Fundación Nobel quiere personas para darle el Premio Nobel de La Paz, hay miles de personas, individualmente o colectivamente. Muchísimas. En vez de dárselo a esta gentuza, esta gente que verdaderamente destruye la esencia del propio Premio Nobel de La Paz, hay muchísimas personas a las que se lo podrían dar”, concluye categóricamente. 

            Gervasio mira su reloj de muñeca. El tiempo se nos echa encima. Sacamos una foto de la carpeta que llevamos con la documentación, y se la mostramos. Es la famosa fotografía de Kevin Carter, conocida como “La niña y el buitre”. La mira, y muestra su indignación con la crueldad con la que se trató al autor de la instantánea. 

            “Esta fotografía resume o simboliza la tragedia y el hambre en Sudán”, explica, devolviéndonos el papel en el que estaba impresa. “Fue una imagen que tuvo una transcendencia enorme, en la que todo el mundo se puso a hablar, sin tener ni puta idea de lo que pasó”, asegura, notablemente enfadado. 

Gervasio nos explica las razones por la que esta fotografía le parece totalmente ética, y por qué opina que se trató con una brutalidad tremenda a Kevin Carter. En primer lugar, desmiente la creencia generalizada de que el fotógrafo se quedó tan traumatizado al tomar esta instantánea que se suicidó. “Que se suicidó es verdad, pero no por hacer la foto. Había otras razones”, explica. En segundo lugar, deja constancia de que esa fotografía debería haber significado el fin de las hambrunas en África, y en especial en Sudán. “Tres años después estuvo en Sudán, en una hambruna brutal viendo gente morir sin contemplaciones”, recalca. 

            En tercer lugar, matiza que esa niña se encontraba en un centro de acogida de refugiados, ya que tenía una pulsera en la muñeca que así lo acreditaba. “Posiblemente esa niña fue andando en unas condiciones muy difíciles para hacer sus necesidades. Estaba separada del campo para evitar el contagio del cólera, que estaba por todas partes. Los buitres, evidentemente, suelen estar cerca cuando hay despojos” explica. Y mira de pronto hacia arriba, hacia los cristales que configuran el techo de la estación de barajas. “Tú dejas aquí tres cadáveres”, dice, señalando hacia el bosque tropical, “y te juro que por la noche los buitres han atravesado los cristales. Y si no están los buitres, no te preocupes, llegarán; estarán en los alrededores”. 

            “Lo más triste”, prosigue; el hielo de su vaso ya totalmente deshecho, “es que hay un periodista de El Mundo, Alberto Rojas, que hace dos años fue al lugar donde pasó todo esto, buscó a la niña y supo que no era una niña, que era un niño. Encontró al padre de este niño, supo que el niño había sobrevivido, aunque luego murió unos años después, y desbarató de esta manera todo lo que se había dicho, toda la historia de que la niña había muerto. Primero, era un niño, no una niña, y segundo, no murió”.

Vuelve a mirar su reloj, pero sigue con su explicación: “En definitiva, lo que no se puede hacer es pedir que un periodista que va a una zona de conflicto, a Sudán, que para llegar a los lugares donde están pasando las cosas tienes que hacer viajes eternos, tienes que esperar igual dos horas, dos días, en una base de Naciones Unidas que está mandando ayuda, tirándola desde aviones, con paracaídas… tienes que esperar a que te den un permiso para entrar en el avión, porque a lo mejor tu peso de ochenta kilos evita que vayan ochenta kilos de medicinas, tienes que llegar al sitio, dormir en condiciones infrahumanas, para que encima quedes como el cabrón que colocó la guerra de Sudán, o el que provocó la hambruna en Sudán. Todo es un debate barato de gente que de verdad no tiene ni puta idea de cómo se trabaja en ese tipo de lugares”.

Ese silencio solemne vuelve a envolver la mesa de la cafetería de Atocha. “Las injusticias que se ven ese tipo de lugares provocan muchas situaciones personales muy complicadas de las que a mí no me gusta hablar”, aclara, mirando otra vez hacía los cristales del techo. “Yo odio a los periodistas que hablan de lo que les pasa a ellos. Si vais a ser periodistas de guerra por favor os ruego, que si alguna vez vais a un sitio y os ponéis a hablar más de lo que os pasa a vosotras que de lo que pasa en el terreno, si yo lo escucho, al cabo de dos días en una entrevista diré ‘estoy hasta los huevos de periodistas que hablan más de lo que les pasa a ellos que de lo que pasa en el terreno’”.



Consejo para jóvenes periodistas nº5

“Lo único que digo es que alguien que quiere hacer este tipo de trabajos tiene que tener algo muy claro: si no está dispuesto a sentir en su interior el impacto del dolor, de lo que está viviendo, como algo tan duro que provoque que algo de uno mismo muera para siempre, nunca va a poder transmitir con decencia. No importa las putas buenas fotos que haga, lo bien que escriba, lo guay que sea, lo guapo que sea o lo guapa que sea, me da igual; no transmitirá con decencia. Para transmitir con decencia hay que sentir en tu interior el dolor de las víctimas”.



Antes de decir con una sonrisa “Bueno, chicas, tengo que irme. Ha sido un placer, y muchísima suerte”, Gervasio hace una última reflexión: “Si tuviésemos que resumirlo en una frase, sería la de aquel político estadounidense que en los años veinte dijo ‘La verdad es la primera víctima de una guerra’”, sonríe, antes de continuar, “Esa frase la pensó un político, ni si quiera un periodista. O sea que los políticos piensen más que nosotros ya es la leche” y ríe. 

            Vemos alejarse a Gervasio Sánchez junto al bosque tropical de la estación de Atocha. Cuando salimos a la calle el cielo de Madrid es un cuadro en blanco y negro que la lluvia difumina.


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