Recuerdo haber leído en Público la noticia de un joven tunecino que
se había inmolado a mediados de diciembre de 2010 por la confiscación de
su puesto callejero de venta de fruta. Por aquel entonces, nadie podía
imaginarse lo que llegaría a suponer el suicidio de este vendedor ambulante, ni
las consecuencias que acarrearía. Desde luego, a mí ni se me pasaba por la
cabeza.
Su muerte fue la chispa que prendió el reguero de la revolución en
una zona reseca por el despotismo, la corrupción, el escaso desarrollo
económico y las desigualdades sociales.
Las protestas se extendieron con rapidez por el norte de África.
Los dictadores cayeron en la cuenta de que, en esta ocasión, no les sería tan
fácil ignorar a sus respectivos pueblos. Asombrados, vieron sus regímenes
tambalearse bajo el peso de las exigencias de los pueblos, que despertaban al
fin del letargo en el que la desdicha, la humillación y la miseria les había
sumido. Tras caer Ben Ali, el tirano tunecino, la revolución se instaló con
fuerza en Egipto a principios de enero de este año, y dieciocho días después de
dar comienzo, el general Mubarak se vio obligado a dimitir. La chispa de la
revolución alcanzó Libia, la cruenta guerra civil iniciada por Gadafi ha
llegado a su fin nueve meses después de la inmolación del joven tunecino tras
la muerte del dictador libio.
La revolución no se ha quedado en África. Siria, Yemen, Arabia
Saudí, Omán, Bahrein, Jordania, Qatar, etc., también están sufriendo en sus
propias carnes la llamada “Primavera Árabe”. Las protestas se suceden en sus
calles, y el pueblo se niega a rendirse, a pesar de la brutal represión de la
que es víctima. Parece que la revolución no tiene límites.
Y de hecho, ha alcanzado incluso a Occidente. En países como
España, Gran Bretaña o Chile se han sucedido numerosos movimientos pacíficos y
protestas que en ciertos casos han finalizado con detenciones e incluso
violencia policial. Incluso el todopoderoso Estados Unidos está siendo
“víctima” de las manifestaciones de sus ciudadanos a todo lo largo y ancho del
país.
Por todo lo expuesto, por la vital importancia que han cobrado las
revoluciones árabes, no sólo en sus países de origen, sino en todo el mundo,
por ello es por lo que he decidido realizar este trabajo.
Mentiría si dijera que no me he sentido fascinada por todo el
proceso revolucionario, por la forma en que los pueblos se han rebelado tras
tantos años de obediencia y servilismo, por cómo han decidido luchar por lo que
creen justo y correcto aun cuando todo estaba en su contra. No se trata de
pensar como un iluso, de confiar en que todo vaya a cambiar y por fin tengamos
un mundo en paz y libertad.
Seamos realistas. Para creer en algo así hay que ser o muy ignorante
o muy idealista. A mi pesar, opino que son los intereses de unos pocos los que
mueven el mundo. Pero sea como sea, lo que se ha llevado a cabo en estos
últimos nueve meses, lo que se ha logrado, y lo que está por llegar, es más de
lo que nadie esperaba.
Un pueblo; un país; un territorio; un continente; un mundo en
proceso de cambio.
AST
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